Si se ha llegado al límite de la desesperación –donde se experimenta la muerte en vida o donde la carne carga el dolor de quien ha muerto- y se sobrevive, se está al inicio de una serie de batallas que no conducen a la destrucción sino a la reconstrucción. A partir de entonces se comienza a recorrer un camino que trae cada vez una victoria más plena. Las batallas y la lucha siguen, pero lo que es definitivo es que para la siguiente se está mejor preparado y se lastiman menos rincones. Mientras se avanza, el conflicto se libra más desde un centro de sabiduría, amor y poder; se comprende cada vez más que lo que la vida pide no es morir, sino volver a nacer.
Poco a poco se aprende que nada en la cotidianeidad es tan importante para caer en la desesperación. Para empaparse de esta lección es indispensable una continua observación y un anhelo profundo de transformación y trabajo sobre uno mismo. A veces se trata de desmenuzar el dolor hasta llegar al centro, despojarlo de banalidad hasta encontrar la esencia. Entonces se puede comenzar a vivir desde otro lugar y resignificar la existencia. Este proceso no tiene que ver con cuestiones racionales o analíticas, se trata de mirar al dolor desde el corazón para darle tiempo y alivio. Acariciarlo con ternura, dejarlo respirar y escuchar qué necesita. Sólo entonces el dolor da, revela su luz y conduce a la paz.
Es el amor el que salva. Pero también cuanto más se ama más fácil es que se sufra. Con un gran amor viene un gran dolor. Estos dos, el amor y el dolor, son eventos que no pueden predeterminarse. Tampoco pueden aprenderse –no del todo-, cada quien ama y sufre de modo distinto. Ambos tienen que ver con dejar seguridades y convencionalismos, sólo así se experimentan de manera plena y su potencia transformadora se pone en acción. Si el amor es desmedido y no acepta límites, el dolor puede venir de la misma manera y con la misma intensidad. Pero esto asegura una vida profunda, libre de banalidad, donde cada experiencia mueve lo que vive dentro y convierte la existencia en una obra de arte. Si no se es un artista, se puede aprender a vivir como uno, o tal vez se es un poeta y sólo basta reconocerlo. Gioconda Belli en Obligaciones del poeta dice:
“...tenías los ojos abiertos desde que
asomaste al mundo la cabeza
y tu piel era más tierna y delgada
que la de las gentes nacidas a ojos cerrados,
fuiste privilegiado para el dolor y la alegría,
hijo del mar y la tormenta,
hecho para buscar tesoros en pantanos y desiertos.
Tu legado fue el desmedido amor,
la confianza, la ingenuidad...”
El amor desmedido, la confianza y la ingenuidad son también características de un santo. Pero la santidad y el misterio no exigen la toma de votos, no piden sólo monjas, sacerdotes y mártires, se puede servir desde muchos lugares. Como en La Anunciación hecha a María de Paul Claudel, donde cada personaje encuentra su lugar y su manera de servir al proyecto divino. De todos ellos, Violana es la única que alcanza la santidad, pues ha cortado con todo, ha aceptado todo y se ha ofrecido entera.
Hay que saber escuchar al misterio para entender desde dónde quiere que se le sirva. Para ello es indispensable dejar de apostar sólo a los proyectos personales. Se tiene que recordar y ofrecer cada día el amor, la belleza y la confianza; entonces esta acción desinteresada regresa y colma de bendiciones la vida. Se debe aprender a observar desde un espacio elevado, en íntima conexión con el origen. Desde allí pueden verse los distintos colores de una vida humana y apreciarse los matices del universo entero. Hay que decir sí, sí al amor desmedido, sí al dolor, sí a la vida...sólo entonces emerge la salvación.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario